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El cazador cazado. Consideraciones sobre la guerra en Siria
MIÉRCOLES 29 DE MARZO DE 2017 22:00
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Niko Roa
En marzo de 2011 se produjeron los primeros disturbios en Siria, inicialmente por cuestiones nimias de carestía de la vida, aunque inmediatamente se añadieron reivindicaciones de otra índole en el sentido de una mayor apertura política. Si honestamente esas hubiesen sido las reivindicaciones cabe pensar que el gobierno dirigido por el presidente Bashar el Asad tuvo poca cintura, o acusó miopía, al no atenderlas pues eran justas y fáciles de cumplimentar. Hubiérase evitado con ello la matanza que desde entonces anega aquel bello país mediterráneo.
Sin embargo, dudo mucho, sobre todo a tenor de los acontecimientos posteriores, que la llamada oposición democrática se conformase con tan poco. La secuencia de lo que ocurrió después vino a confirmar que había un guión, que estaba escrito desde tiempo atrás, y no precisamente por los pacíficos ciudadanos que demandaban mayores salarios o una participación más activa en las instituciones. Siria estaba entrando sin saberlo en el circuito infernal de las denominadas “revoluciones de color”.
Mucho se ha hablado de las revoluciones de color, desde que este pedante calificativo se acuñó para designar la reordenación política de ciertos países en cancillerías y centros de decisión extranjeros. Recabando, la primera fue la de Túnez –a finales de 2010 –, denominada con cursilería por algún plumilla avispado Revolución de los Jazmines. Recuerdo que en aquellos días entrevistaban a gente por doquier en casi cualquier rincón de Túnez; uno de los periodistas preguntó a un anciano qué le parecía a él aquella revolución de los jazmines, el viejo contestó que él no había visto ningún jazmín en su larga vida, en su aldea sólo había pedregales y crecía por doquier la mala hierba. Cuento esto a colación de cómo todo aquello fue ideado y planificado al margen del verdadero sentir de la gente de esos países; fue muñido y orquestado desde afuera, haciéndolo pasar por movimientos espontáneos y genuinos de pueblos oprimidos.
Luego, tras Túnez, vendría Egipto, cuya revolución de los Jóvenes (de nuevo la manía de poner epítetos grandilocuentes) se saldó con el gobierno democrático de los Hermanos Musulmanes, lo cual era bastante peor para los intereses occidentales y hebreos que lo que representaba el viejo Mubarak, y hubo que buscar sustituto en un general, que a todos los efectos es un criminal en estado puro, si no fuera porque salvaguarda los intereses de los que deciden la alta política en la trastienda.
Después vino lo de Libia. Lo de Gaddafi supuso un paso más allá en la escalada, porque el coriáceo dictador se resistió a transigir con el guión de los que manejaban la revolución entre bambalinas (en un primer momento Sarkozy) y la cosa devino en guerra, corta pero sangrienta, con las deleznables imágenes finales del asesinato del carismático coronel. El aviso estaba muy claro: por las buenas la cosa podía acabar como con Ben Alí, en el exilio dorado de Arabia Saudí, o por las malas, siendo literalmente empalado y mutilado, como Gaddafi. Con Gaddafi la cosa se les fue a sus organizadores “un poco” de las manos. En cierta ocasión, en la Universidad Complutense de Madrid, allá por 2012, tuve la decencia de afear en público al embajador de la Libia post-Gaddafi en Madrid aquella bárbara ejecución.
Una revolución de color es en su sentido más amplio una opus nigrum, una trama negra cocinada en EE.UU sobre todo, pero también en otros lares como Reino Unido, o Francia, aunque como veremos finalmente otros actores acaban concurriendo a la escena. Una revolución de color es una obra de ingeniería político-económico-militar que requiere una oposición debidamente adoctrinada que demandará reivindicaciones justas y éticas, pero que secretamente busca el enfrentamiento con el poder para poner varios muertos sobre la mesa. Se ha constatado la presencia de misteriosos francotiradores en varias de estas revueltas, como en la Plaza Maidan, en Ucrania, y en las calles de Damasco, que dispararon a la multitud como si fueran agentes del gobierno.
En efecto, lo que se busca es la reacción violenta del régimen para a partir de ese momento criminalizarle ante la opinión pública internacional como asesino. Entonces la “oposición democrática” obtendrá la comprensión de las potencias antes mencionadas, y de otras nuevas como Arabia Saudí, Qatar o Turquía. A partir de ese momento llegará el dinero en cantidades ingentes (el dinero no es precisamente el problema en esos países), así como armamento de última generación, y la afluencia de miles de voluntarios de numerosos países musulmanes que acuden presto en auxilio de sus hermanos masacrados. Cuando el régimen dictatorial finalmente implosiona entonces se establece un gobierno democrático proclive a las componendas de sus mentores. Esto era así hasta el caso sirio, pero soy de la opinión de que la opus nigrum en Siria tiene unos perfiles particulares.
Es necesario desbrozar mucho para acercarse a la génesis de lo que ocurre en Siria, porque allí han confluido los intereses contingentes de una serie de potencias aliadas. Que nadie piense que la guerra de Siria se organizó por la “manifestaciones espontáneas” de los ciudadanos, como nos lo quieren hacer ver los medios de comunicación. Si eso vale para el mass media, que no cuestiona las noticias de su periódico o cadena de TV de referencia, no es válido para personas con un criterio intelectual exigente. Es como pensar que la guerra hispano-americana de 1898 se montó por la voladura del Maine, o que Estados Unidos entró en la I Guerra Mundial por el hundimiento del Lusitania. En Siria hubo una acumulación de factores que hicieron posible la tormenta perfecta.
A menudo estos intereses eran incompatibles entre sí, pero a la postre les unía el nexo común de quitar al presidente Bashar el Asad y poner otro en su lugar; luego se vería la idoneidad de este repuesto, o si sería solamente un hombre de transición. Por enumerar a los actores que confluyen a la escena siria, y sus respectivos intereses, podemos comenzar citando a Turquía, elemento fundamental en todo el incendio de aquel país. Turquía, con su vitriólico presidente Erdogán, y su más que preocupante deriva autoritaria, mantiene unos postulados geoestratégicos para su nación condensados en el opúsculo de su ex-primer ministro Ahmed Davutoglu “Profundidad Estratégica”, en virtud del cual Siria es, como si dijéramos, un patio trasero, una región estrechamente vinculada al naciente think tank de Ankara que alienta el imperialismo neo-otomano. Ankara nunca ha renunciado a su extensión al sur, y siempre ha sentido una “puñalada en la espalda” el desmantelamiento del Imperio Otomano tras la Primera Guerra Mundial.
No olvidemos, por citar un ejemplo, que la provincia de Alexandreta –que pertenecía a Siria en virtud del reparto colonial Sykes-Picot de 1916 –quedó en poder de este país hasta que Francia, potencia protectora de Siria, y por tanto de sus fronteras, decidió eliminar sus problemas con Kemal Ataturk, que había vencido militarmente a los franceses en la región de Cilicia en 1922, y ésta le regaló la administración de dicha provincia en 1939. Siria es para Erdogán, por decirlo de alguna manera, un territorio sobre el que se puede y se debe influir de cara a su creciente imperialismo. Más aún si consideramos el irresoluble problema kurdo que todo lo intoxica. Y es que desde Irak los kurdos mantienen de facto una virtual independencia, gestionando sus recursos petrolíferos y manteniendo unas fuerzas armadas considerables que luchan con encono en su autogestión. Y desde Siria, donde se han mantenido equidistantes en la guerra civil luchando con éxito contra ISIS, y desde donde pueden acabar contagiando al pueblo kurdo que vive en Turquía (15.000.000 de almas y 25% del territorio), y que mantiene en jaque a las fuerzas armadas del país otomano desde hace treinta años. Según se mire Turquía puede ser el país más perjudicado por el incendio de Siria, pero estamos hablando del segundo ejército más numeroso de la OTAN, y eso de alguna manera pesa. Es decir, Turquía no puede resultar vencida sin que lo sean a su vez sus aliados occidentales.
Otro importante actor en liza en Siria es el tándem Arabia Saudí-Qatar. Aquí la motivación es de índole religiosa. Ambos países, pero Arabia con más vehemencia, representan la versión más retrógrada del Islam, la conocida como wahabismo –también es válida la denominación de salafismo que significa un retorno a los orígenes de lo que dice el Corán, excluyendo interpretaciones y aportaciones posteriores como los hadices –. Un wahabita tiene la obligación de extender su visión rigorista y sectaria de la sharia, de la ley islámica, por todo el orbe, bien sea por medio de la conversión pacífica y voluntaria, bien por medio de la coacción y la violencia. Por otro lado, para un wahabita lo más execrable es un musulmán de otra rama, sobre todo la chiíta (aunque hay alguna otra variante, como los ibadíes de Omán, pero estos son irrelevantes). Los chiítas para los wahabitas son heréticos, infieles y hasta paganos, y por ello deben ser o convertidos o destruidos. Esto, aunque suene fuerte o irreal en el confort de un hogar español, son términos corrientes en aquellos países devastados.
Arabia Saudí ve en Bashar el Asad un régimen ateo, ya que el gobierno es laico, como lo fueron otrora casi todos en esa región desde su independencia. Sin embargo, este gobierno, incardinado en la formación política Baaz, protege a las importantes minorías religiosas que se dan en ese mosaico intercultural que es Siria. Así, el propio Bashar es alawita, esta es una variante particular en la región del Islam Duodecimano; catalogable por tanto como chiíta (seguidores de la shia del Imam Alí, yerno de Mahoma y epígono de la Casa del Profeta). El régimen de Bashar el Asad ha respetado las otras confesiones de Siria, como a los cristianos en sus diversas modalidades –maronitas, o católicos, griegos, asirios y armenios –, a la importante comunidad drusa (un monoteísmo sincrético particular de Siria, Israel y Líbano), y naturalmente a la mayoría suní. Pero, insisto, el régimen se define como laico, y esto es algo intolerable para los wahabitas que ven en Siria un país de referencia por su clara trayectoria histórica y raíz islámica. Por lo tanto, Arabia Saudí aspira a derrocar ese régimen e instaurar en su lugar uno verdaderamente seguidor del wahabismo. Estado Islámico y Frente Al Nusra –marca de Al Qaeda en Oriente Medio –son, sobra decirlo, organizaciones wahabitas.
Un tercer actor en liza es Estados Unidos. Desde los tiempos de la Guerra Fría Estados Unidos siempre ha combatido a los aliados de la Unión Soviética en esa región tan sensible. Estos fueron en su momento el Egipto de Nasser, la Libia de Gaddafi, pero sobre todo la Siria de Hafez el Asad, padre del actual presidente, que demostró ser siempre ser un aliado fiable y un excelente comprador de armas de la URSS. Estados Unidos combatió a Siria por potencias interpuestas, sobre todo Israel, al que proveyó de su mejor arsenal para laminar en sucesivas guerras a ese rival tan importante. Ello era debido en gran medida a la creciente influencia de Siria sobre Líbano, donde los norteamericanos sufrieron algunos de sus más sonados descalabros, como el camión bomba que explosionó en el cuartel general de los marines en 1983, en el seno de la guerra civil libanesa, y que ocasionó 241 muertos.
Como consecuencia de aquel atentado los estadounidenses se retiraron de la región; simplemente no soportaron el coste en bajas, el mayor de sus tropas desde la ofensiva del Tet (Vietnam 1968), y de marines desde Iwo Jima, casi cuarenta años antes. Además, a mediados de esa década fueron secuestrados media docena de diplomáticos norteamericanos en Beirut por el grupo libanés pro-iraní Hezbolá, que sería liberados en el contexto de transacciones de armamento del llamado Irangate. Para los americanos, traumatizados por la derrota de Vietnam, la crisis de los rehenes de la embajada de Teherán, y la fallida operación de evacuación “Garra de Águila”, todo aquello era demasiado, pero no para las altas instancias del poder en el Pentágono que nunca olvidaron las afrentas.
En 2007 el general Wesley Clark, antiguo Comandante Supremo de la OTAN, dijo en una entrevista ante la periodista Amy Goodman que, según le confesó el Secretario de Defensa Donald Rumsfeld a raíz de los atentados de las Torres Gemelas, EEUU tenía un plan para interactuar o invadir directamente siete países en los próximos cinco años en Oriente Medio; uno de ellos era evidentemente Siria. La campaña de Irak de 2003 le daría ampliamente la razón. La llegada de la Administración Obama, por más que le dieran el Premio Nobel simplemente por suceder a Bush Jr., no significó que el Pentágono renunciase a su programa de máximos, el New American Century, que ya se comenzó a pergeñar en 1944 por el conocido político y analista judeo-alemán Hans Morgenthau en el sentido de que EE.UU debía ser la potencia dominante en el siglo venidero dominando sobre todo las fuentes de energía en su origen. En esa deriva era evidente que tarde o temprano EE.UU se acabaría tropezando en su camino con Siria. Estados Unidos ha sido siempre sumamente beligerante en la guerra siria; en septiembre de 2016 bombardeó durante horas la importante base siria de Deir er Zor causando la muerte a más de 80 militares en las fuerzas armadas gubernamentales.
En el rompecabezas sirio, y puestos a dinamitar ese país mediante la guerra, el reparto de funciones parecía claro: Arabia Saudí pondría el dinero, del que no le falta, y también la recluta de voluntarios venidos desde Chechenia y Afganistán, a Marruecos y España, a luchar por la Yihad. Turquía pondría, por su proximidad, los campos donde se entrenarían esa masa crítica de combatientes. Desde allí se infiltrarían en Siria para atacar a sus fuerzas armadas. Sus campamentos estarían protegidos por baterías de misiles Patriot de países miembros de la OTAN, entre otros España. Estados Unidos aportaría los asesores militares que darían instrucción a los yihadistas, armamento de última generación y la inteligencia, esto es, los satélites y los drones para señalizar los objetivos, y atacarlos en su lugar. Sin embargo, faltaba el actor principal en la escena; como decimos en España, “el tapado”: Israel.
Nada se mueve en Oriente Medio sin que Israel lo sepa y tenga su parte alícuota de responsabilidad. Sus servicios de inteligencia, el famoso Mossad, tienen una acreditada fama de ser los mejor informados y los más operativos del mundo, por tanto es ingenuo pensar que no tuvieran nada que ver en esas “manifestaciones espontáneas” de hace ahora seis años. La historia de Siria e Israel está marcada por el enfrentamiento y la guerra desde el mismo momento de la promulgación del estado hebreo en 1948. Ambos países han combatido en todos los conflictos árabe-israelíes, casi siempre con peor fortuna para las armas sirias. De hecho, en 1967 el Tsahal, las fuerzas armadas israelíes, ocuparon, y retienen hasta hoy, la zona siria conocida como los Altos del Golán, las colinas que hacen frontera con el estado judío y desde donde se tiene Damasco a tiro. Israel es parte sustantiva en todo lo que ocurre en Siria, y de alguna manera le beneficia que Siria se convierta para muchos años, sino para siempre, en un estado fallido. Así Israel consolida su presencia a perpetuidad en el Golán, donde ya tiene construidas numerosas colonias. Israel desoye las resoluciones de Naciones Unidas que instan al desalojo de los territorios ocupados en la Guerra de los Seis Días porque habla ya abiertamente de anexionárselos, la legalidad internacional no es algo que vaya con ese estado. Un estado fallido es beneficioso en el sentido de que nunca alcanzará el rango de potencia regional desde la que poder amenazar la seguridad de otro, por ello para Israel cuánta más larga sea la guerra en Siria, y más amplia su devastación, mejor.
En otro sentido Israel suspira porque el gobierno de Bashar el Asad sea derrotado militarmente, y es que al serlo éste lo serían también las fuerzas de Hezbolá que combaten conjuntamente. Hezboláh es un enemigo temible para Israel, que ya le ha hecho morder el polvo. Todavía está presente en la retina de Israel el enfrentamiento desigual que mantuvo el poderoso estado hebreo, el primer ejército de la región, y uno de los más técnicos y preparados del mundo, contra esta organización, considerada terrorista en diversos foros y países, pero que a la postre actúa como el ejército nacional de Líbano. Desde los combates que sostuvieron ambas fuerzas en el verano de 2006 Israel no quiere tener que volvérselas a ver contra los soldados de Hezbolá. El resultado final en cuanto a bajas fue de una proporción de diez a uno (1.300 libaneses, entre los que se encontraban combatientes de Hezbolá y población civil, más varios cascos azules, frente a 165 israelíes, mayormente militares pero también 43 civiles), y sin embargo para Israel fue un coste totalmente inasumible. Las fuerzas de Hezbolá, utilizando una guerra asimétrica, derrotaron al potente Tsahal, derribándole helicópteros, destruyendo carros de combate Merkavá, y dañando seriamente con un misil anti buque a la corbeta Hanit. Hezbolá lanzó cerca de 4.000 misiles de todo calibre que alcanzaron blancos hasta ese momento fuera de su alcance, consiguiendo que el ejecutivo del premier israelí Olmert cometiera numerosos errores tácticos y estratégicos.
La respuesta de Israel no decepcionó, causó la muerte de numerosos civiles, entre ellos varios centenares de niños en escuelas y hospitales. La comunidad internacional se movilizó al saber que Israel utilizó –y así lo tuvo que reconocer el estado hebreo –armas prohibidas por la ONU, como uranio empobrecido en su munición, fósforo blanco –considerada arma química –y bombas de racimo, pero aquello no arredró a Israel. En el imaginario del ejército de Israel Hezbolá quedó para siempre como un enemigo temible, dotado de una fuerte moral de combate con el que era mejor mantener las distancias. Ahora Hezbolá aparece de nuevo en el escenario de Siria en procura de su aliado, por ello Israel labora intensamente por su derrota, y lo ha trabajado en diversos escenarios. Algunos nos son totalmente opacos, como los relativos a la inteligencia. Otros han trascendido, como la ayuda a las fuerzas del Frente Al Nusra (recordemos, franquicia de Al Qaeda en la región) en el ámbito de lo sanitario, esto es ayudando a los combatientes yihadistas a recuperarse en hospitales de campaña israelíes en el Golán; en lo logístico, y en asesores militares.
Mencionar además que oportunamente la aviación judía bombardea aquellas instalaciones sirias que considera pertinentes sin dar explicaciones. Sin embargo, el ejército sirio no se queda a la zaga, y ha respondido con defensa antiaérea de última generación a esas “decenas de actuaciones” que, según el primer ministro Netanyahu, ha venido realizando la fuerza aérea israelí sobre territorio sirio desde que comenzó la guerra civil, hace ya seis años. Esto supone una escalada en el conflicto, pues ambos países tienen un estado técnico de guerra desde la Guerra de Yom Kippur, en 1973, y más recientemente desde su gran batalla aérea en el valle de la Bekáa en 1982. El ejército sirio parece esforzarse en combatir a todos los países que vulneran su soberanía, sea éste Turquía, EE.UU o Israel. Pero Israel no se va a quedar de brazos cruzados viendo como el gobierno de Bashar el Asad gana la guerra, como parece que ya está ocurriendo desde la importantísima conquista de Alepo. ¿Por qué?
Pues porque Israel busca a toda costa evitar la consolidación de su archienemigo en la región que es Irán, y parece que cada vez está más lejos de conseguirlo. Aquí es donde yo creo que está la verdadera génesis de la guerra en Siria. La “revolución de color” en Siria comenzó en marzo de 2011, casi simultáneamente que en los otros países, como ya hemos visto, pero en el caso sirio había una particularidad que hacía de este conflicto algo diferente. Marzo de 2011 coincide con el apogeo del pulso diplomático, de contrainteligencia y militar entre Israel e Irán a cuenta de la cuestión nuclear. En aquellas fechas todo el mundo, no sólo los especialistas sino la inmensa mayoría de las agencias de prensa y think tank, estaba seguro de que Israel iba a bombardear unilateralmente las instalaciones nucleares del país persa, ya que se daba por hecho que el programa nuclear secreto iraní estaba a punto de conseguir su primer arma atómica, lo cual era una línea roja para Israel que no iba a dejar traspasar. Dicho arma atómica, según pregonaba Netanyahu a los cuatro vientos, serviría a Irán para borrar a Israel de la faz de la tierra, en un nuevo y definitivo holocausto. Lo falaz, absurdo y tendencioso de esa teoría quedaría finalmente al descubierto, porque según Israel Irán estaba desde 2006 a punto de conseguir dicho arma –era cuestión de meses el que la tuviera –pero pasaban los meses y los años, y en 2011 todavía no se había conseguido dicho arma. En realidad, como manifesté en mi libro “El aliado persa, desmontando los mitos sobre Irán”, Irán nunca tuvo intención de dotarse de dicho armamento. Sin embargo, el estado hebreo no cejaba en su política de acoso en todos los frentes a su enemigo existencial. Recordemos que en aquella época Israel asesinó en las calles de Teherán a cinco científicos nucleares por el mero hecho de trabajar en el programa nuclear de su país. En dichos atentados terroristas también murieron las mujeres, hijos y chóferes de dichos científicos, pero ni Israel ni la comunidad internacional se sintieron conmovidos por dichos asesinatos.
Es de destacar que, según coinciden todos los analistas, el presidente Obama nunca “compró” el mensaje catastrofista de Netanyahu del holocausto nuclear porque sabía que estaba basado en falsedades manifiestas, y en la retórica belicista del sionismo, aunque se vio forzado por el lobby judío a secundar algunos de sus postulados. Por el contrario, Estados Unidos comenzó a percibir a Irán como un factor de estabilización en la región si conseguía persuadirle de sus planes nucleares; esa ventana se abrió en 2015. Pero ello, insisto, aquello fue con Obama.
En marzo de 2011 se planificó desde Israel apretar el dogal en torno a Irán de cara a la futura campaña militar que estaba a punto de empezar; se buscaba que Irán quedase aislado internacionalmente porque el ataque militar a sus instalaciones nucleares podía no ser tan quirúrgico como se pretendía, y se podía acabar entrando en una campaña más larga e imprevisible. Los embargos de Naciones Unidas, que se traducían en el congelamiento de las cuentas persas en el exterior, la imposibilidad de vender petróleo, o de hacerlo pero no por dinero sino por bienes de consumo como vagones de metro chinos, electrodomésticos, etc, no parecían suficientes para que el régimen de Teherán implosionara y se viniese abajo; Irán era demasiado sólido, sus raíces culturales hacían de él un estado socialmente coherente y compacto. Empero todas las fronteras en torno a Irán estaban incendiadas –como en Irak o en Afganistán, en consonancia con el Nuevo Siglo Americano –, o son estados enemigos en virtud de la lectura wahabita del Islam, como Arabia Saudí, Kuwait, Emiratos Árabes o Bahréin. Sin embargo, desde los tiempos de la Guerra Irán-Irak el país persa tenía un único aliado en la región: Siria, y ello en razón de la animadversión de las dos ramas del partido Baaz sirio e iraquí, y en virtud de la sintonía que Bashar el Asad siente como alawita por Irán. En Israel se comprendió que si de verdad se quería cazar al oso, esto es aislar a Irán, era necesario dejarle sin aliados en la región. Por ello se necesitaba que Siria cayese.
La guerra en Siria debió terminar según el guión prescrito a los pocos meses de empezar. Era tal la sinergia de las fuerzas en conflicto y la acumulación de fuerzas en contra del régimen que era imposible que éste sobreviviese más allá de algunos meses. Desde luego no estaba en la mente de los que escribieron el guión de la opus nigrum para Siria que su ejército resultase tan rocoso –se le minusvaloró, a pesar de ser el mejor en la región tras el israelí –, y eso fue un error de apreciación fatal. El ejército soportó la brutal escalada del conflicto con mercenarios venidos de todos los lugares, y de países hostiles que le llegaron a poner contra las cuerdas en 2012. En aquel año todo el mundo daba por cierto que el presidente El Asad saldría camino del exilio en Rusia. Y sin embargo, cuatro años después la situación se ha revertido y la guerra está en una fase por nadie prevista; el ejército sirio ha tomado la iniciativa y ha recuperado zonas vitales del territorio a los terroristas financiados por Ryad y a las milicias que mantiene Ankara. ¿Cómo ha sido esto posible? En un primer momento por la ayuda militar iraní, y secundariamente por la decisiva implicación del presidente Vladimir Putin en agosto de 2013 que decantó la situación del lado de Bashar el Asad. Irán comprendió acertadamente que si no acudía en ayuda de su aliado en la región el incendio acabaría llegando a sus fronteras, porque en realidad el objetivo era él y no Siria. En procura de Siria Irán se movilizó y también a sus aliados estratégicos en Líbano: Hezbolá. Entre todos estos actores la guerra de Siria entró en nueva fase, y a día de hoy se puede decir que es la coalición internacional Arabia Saudí-Turquía-Israel-Estados Unidos la que se haya en franco retroceso.
Por otro lado, en 2011 la campaña militar americana en Irak era ya un absoluto fracaso. Irak, un estado sólido y necesario en Oriente Medio unos años antes, era ya un estado fallido y arrasado con casi un millón de muertos. Además, el antaño aliado occidental Saddam Hussein había sido ahorcado por sus camaradas norteamericanos. Ese vacío de poder fue colmado por Irán, que reforzó su influencia en un país mayoritariamente chiíta pero que había estado gobernado desde los tiempos coloniales por la minoría suní. Irán ha protegido con coraje los lugares santos del chiísmo en Irak, cuales son Nayaf, Kerbala y Samarra del odio sectario de ISIS, empleando grandes recursos humanos, económicos y militares, como la Brigada Al Qods del prestigioso general Suleimani, y con ello ha acrecentado su influencia en la región. De repente Irán se volvió necesario en la gobernanza de un país árabe a expensas de los intereses occidentales, y eso encendió las alarmas en sus enemigos, cuales son, como sabemos, Israel y Arabia Saudí. Irán comenzaba a expansionarse hacia el Oeste.
Con el acuerdo nuclear suscrito tras largas y arduas negociaciones en lo que se ha venido en denominar 5+1+Irán (los cinco miembros del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas más Alemania) Irán se ve libre de embargos y ello le supone un reembolso de capital congelado en el exterior de 130.000 millones de $; una cantidad astronómica que coloca a este país en el centro de los intereses económicos de las grandes potencias que sueñan con hacerse con los contratos milmillonarios que se firmarán en breve, como los relativos a la renovación completa de la flota aérea comercial, trenes de alta velocidad, etc. Además Irán ya ha anunciado que va renovar su parque de tecnología militar comprando material de última generación a China y a Rusia por valor de unos 20.000 mill. $. En este sentido ha podido adquirir al fin los sistemas de misiles antiaéreos rusos S-300 que ya pagó en 2007 (pero que nunca le fueron entregados), y que le confieren una invulnerabilidad frente a ataques desde Israel. Israel y EE.UU han protestado airadamente por este reforzamiento, pero Rusia se justifica en que no son armas ofensivas sino defensivas. Irán, con un armamento renovado, y con ingentes ingresos económicos, es percibido ahora como una amenaza existencial en la región para sus enemigos seculares. En ese contexto hay que analizar lo que está ocurriendo en Siria.
La reciente reconquista de Alepo por las tropas gubernamentales sirias ha sido un mazazo en Israel, no sólo porque el régimen se consolida en sus ofensivas, ya que esta ciudad es la segunda en importancia económica y poblacional de Siria, decantando la guerra en su fase crítica a favor de Bashar el Asad, sino porque deja expedito el acceso del norte del país desde Irán a Hezbolá, y ello en Israel es una pésima noticia. Israel trabaja afanosamente en torpedear la buena relación existente entre Moscú y Teherán, pero tales esfuerzos han sido en vano. Recientemente se ha visto al genera Suleimani en Moscú. La guerra en Siria se organizó en última instancia para obtener una pieza de caza mayor, cual era Irán, y no Siria (aunque también), y se puede acabar resolviendo consolidando al país persa como agente geopolítico de primera magnitud en la región, sin cuyo concurso no se puede arreglar nada, por más que se haya intentado desde 1979. El cazador cazado.
El eje mediterráneo que llegaría desde Irán a los puestos sirios y libaneses permitirá a Teherán exportar gas y crudo consolidando su posición geoestratégica en la región, algo que ya se viene produciendo desde que China con su Nueva Ruta de la Seda incluyó al país persa como lugar de paso obligado. ¿Permitirá Israel que esto ocurra? Dada la creciente influencia que el país hebreo tiene en la nueva administración norteamericana parece que se están poniendo los cimientos para que esto no cuaje. Recientemente el presidente Trump, que es un furibundo anti iraní, ha ordenado el despliegue de 500 rangers y marines en territorio sirio argumentando que se trata de ir consolidando la ofensiva en torno a Raqqa. La caída de Raqqa en manos de la coalición liderada por EE.UU buscaría evitar esa consolidación iraní sobre el terreno. Pero lo cierto es que estas fuerzas pueden acabar combatiendo contra las tropas iraníes y de Hezbolá, que éstas sí están en territorio sirio con el consentimiento del gobierno legítimo, y ello daría un giro dramático al conflicto. ¿Puede acabar Irán luchando contra Estados Unidos en territorio sirio? No sería descartable. Creo que estamos en los prolegómenos de algo importante. Habrá que estar atentos a los próximos acontecimientos.